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Con el regreso de las actividades presenciales, la ventilación de ambientes y la calidad del aire volverán a estar en el primer plano de las preocupaciones en materia de salud pública. Prevenir su contaminación no solo puede reducir la circulación del SARS-CoV-2, sino también otras enfermedades infecciosas de transmisión aérea (como la gripe), y hasta evitar sus impactos negativos sobre el bienestar físico y mental.

Numerosos estudios ofrecen evidencia irrefutable que vincula una mala calidad del aire con efectos nocivos en la salud y la asocia con patologías respiratorias y cardiopulmonares. Por el contrario, la buena ventilación mostró efectos benéficos. 

Un caso de capital importancia es el de las escuelas, donde chicos y adolescentes pasan gran parte de la jornada en salas que sobrepasan los niveles de contaminantes considerados saludables. Pero esto también es válido para oficinas, gimnasios y otros lugares cerrados en los que se reúnen personas durante un tiempo prolongado.

Como ilustra con una analogía Pilar Fernández, investigadora argentina que trabaja en el Instituto de Salud Global Paul G. Allen, de la Universidad del Estado de Washington, en los Estados Unidos: “los sistemas de buena ventilación deberían ser para el siglo XXI lo que las cloacas fueron para la época victoriana”.

La revisión de más de 300 artículos (https://onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1034/j.1600-0668.2003.00153.x) verificó que la exposición a contaminantes es más crítica en los chicos, ya que estos inhalan más aire por unidad de peso corporal y presentan ritmos metabólicos más altos en reposo comparados con los adultos. Los efectos de una concentración de más de 1.500 ppm (partes por millón) de dióxido de carbono (CO2) incluyen dolor de cabeza, fatiga, depresión, dificultades de concentración e irritación visual.

Una de las herramientas para evitar estos perjuicios es la medición de este gas, una señal indirecta de qué tan “respirado” está el aire. “El nivel de CO2 en un ambiente cerrado depende de cuánto se genera y de cuánto se remueve –explica el físico Jorge Aliaga, exdecano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y actual Secretario de Planeamiento y Evaluación Institucional de la Universidad Nacional de Hurlingham–. Lo primero depende de cuántas personas haya en un cierto volumen de espacio (cuanto más grande es, más aire hay para llenar de CO2), y también de qué están haciendo los ocupantes (hablando, cantando, haciendo ejercicio…), y cuánto tiempo permanecen allí. Por otro lado, depende de cuánto aire se hace ingresar y se saca de ese volumen por cantidad de tiempo. Es una ecuación: cuánto CO2 entra y cuánto sale. Hay un valor en el que se equilibra: si está por encima de 800 ppm (partes por millón), superara el umbral que se considera seguro”.

Aliaga, que el año pasado impulsó la iniciativa de dotar a cada escuela de un medidor de CO2, diseñó uno de bajo costo y puso los planos en Internet para que sea reproducido libremente,  también subraya que es más fácil tener bajos niveles de este gas producto de la exhalación aún con poco viento y solo con ventilación natural, si las personas están separadas dos metros que si están cercanas. “Por eso –agrega–, lo que hay que hacer en cada situación es medir y, si fuera necesario, mejorar la ventilación moviendo el aire, por ejemplo, con ventiladores que lo empujen de adentro hacia afuera y generen una corriente”.

En micros y aviones la situación es diferente. Estos últimos tienen aireación y filtros. “Por lo que se midió –detalla Aliaga–, el peligro más grande se presenta en el momento del abordaje, antes de que el avión empiece a circular, porque no está prendido el sistema de ventilación y ahí sí se acumula rápidamente mucho aire viciado. En el caso de los micros, el problema es que en general están pensados como los edificios modernos, para climatizar y no tanto para renovar el aire, entonces no tienen un sistema que tome el aire fresco de afuera, lo reinyecte, lo filtre… Es un problema”.

Fuente: https://www.eldestapeweb.com 

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